Si mi primer embarazo fue casi un milagro, el segundo lo fue diez veces más.
Cuando Max y yo decidimos tener un segundo hijo las posibilidades eran mínimas, nos dijo una experta en genética. El principal factor en contra era mi edad.
La etapa reproductiva de la mujer comienza a declinar a partir de los 35 años. Luego de los 40 las chances son casi nulas. A los 44, la edad que yo tenía entonces, ya sería más fácil sacarnos la lotería.
Para agregar más drama a la situación, nuestro seguro médico solo ofrece tratamientos de fertilidad hasta los 43 años.
“Los estudios han comprobado que luego de esta edad estos tratamientos ya no funcionan”, nos dijo la doctora.
Si optábamos por algún método como inseminación artificial, cada intento nos costaría unos 5 mil dólares, nos dijeron. Y por supuesto, nada está garantizado.
Salimos del hospital tristes, aunque con la poquita esperanza que nos dejó esa visita.
“Lo que tienes a favor”, me dijo la experta, “es que ya tienes un hijo”.
Para torturarme más, comencé a indagar las estadísticas de los embarazos en las personas de mi edad. Descubrí que solo 16 mujeres de cada mil lo logran, y que en el 50 por ciento de los casos tienen abortos involuntarios.
“Sniff”, fue lo único que salió de mi pecho.
Dos meses después de intentar sin ningún tipo de ayuda se me ocurrió que Max y yo podríamos ir a Tijuana a someternos a algún tratamiento. Allá esos métodos nos costarían la mitad de lo que cuestan en Estados Unidos. Ya había indagado en la internet sobre las clínicas que ofrecían ese servicio.
Así que ahí voy bien ilusionada a hacerle mi gran propuesta a Max. Nos arrancaríamos ese mis fin de semana, pensé.
“No, amor, ¿para qué? Yo estoy bien así [con un hijo]”, me respondió con su voz serena mi marido. Ante mi insistencia me dijo, “¿Qué tal si ya estás embarazada?”.
“No creo”, le dije, “tengo todos los síntomas de cuando me va a llegar mi menstruación”.
Sin embargo, pasó un día, pasaron dos, pasaron tres, y la visita de cada 28 días no llegaba. ¡Ay, pero qué ansiedad! ¿Será que es un “embarazo de agua”?, ese síndrome en el que supuestamente las mujeres que están tan desesperadas por tener bebé tienen todos los síntomas de estar preñadas sin estarlo.
Al sexto día de mi retraso fui a la farmacia, compré una prueba de embarazo y la guardé para el siguiente día. Qué nervios, qué desesperación, qué ganas de usarla.
Esa noche apenas pude dormir. Pensé que no debería hacerme muchas ilusiones.
A la mañana siguiente me levanté sigilosa para no despertar a Max. Fui al baño y leí y releí las instrucciones para hacerme la prueba.
¡Esos segundos que esperas a que aparezca la respuesta son eternos! Cerré los ojos por unos segundos. Cuando los abrí estaba impresa la palabra del milagro: “embarazo”.
¿Hace falta que les describa cómo fue el abrazo que me dio Max cuando le di la noticia?
¿Tú cómo te enteraste de que estabas embarazada?
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