A veces pienso que soy la reencarnación de Anna Jarvis, a quien se le ocurrió la brillante de idea de proponer que se dedicara un día del año a la madre.
Pero no crean que el espíritu de esta mujer renació en mí para continuar con su legado de reconocer y promover la máxima celebración de las 10 mil que actualmente existen en el calendario.
Más bien, me considero la heredera de la campaña que Anna comenzó unos años antes de su muerte en contra de todo el que celebrara la dichosa fecha con regalos.
Esta mujer, originaria de Philadelphia, terminó sus días odiando el festejo a las santas madrecitas porque su ingenua intención era que un día al año se recordara de manera especial a las progenitoras. Para ello, ella proponía que se les escribiera un carta. Nada más.
Pero, ¡oh, sorpresa! Poco tiempo después de que Woodrow Wilson emitiera en 1908 la proclama presidencial de que el segundo domingo de mayo sería el Día de la madre en Estados Unidos, las compañías dulceras, de tarjetas y de flores, ni tarde ni perezosas, vieron la ocasión perfecta para comercializar sus productos.
“Una tarjeta impresa no significa nada más que eres muy flojo para escribirle a la mujer que ha hecho más que nadie por ti en el mundo”, refunfuñaba la inventora de la fecha. “¡Y dulces! Le llevas una caja a tu madre y terminas comiéndotelos casi todos tú” (lo que es cierto, y más si lo haces a sabiendas de que la agasajada es diabética).
Yo creo que fue entonces cuando comenzó la loquera de la pobre Anna Jarvis. Y hablo en serio, porque la mujer murió casi en el olvido recluida en un manicomio. Pero no se preocupen; mi obsesión no llega a tanto y si termino en una loquería no será por la misma razón que ella.
Lo cierto es que, para ser congruente con mi campaña antirregalos, comencé en mi propia casa. Hace días le pregunté a Max si tenía planeado comprarme algo para el Día de las madres. Medio extrañado me contestó que no. “Ah, bueno”, le dije, “ni se te ocurra gastar en eso. No quiero nada”.
Y más le vale que me haga caso.
Imagínense qué pensaría la tristemente célebre Anna si se enterara de esto.
De acuerdo con una encuesta que efectuó la Federación Nacional de Ventas al Menudeo, los estadounidenses -menos yo- gastarán en promedio 172.63 dólares en regalos en el Día de la madre este año, la cifra más alta en los 12 años en la historia de este sondeo.
Esa cantidad es de 10 dólares más que los números de 2014. En total, el gasto en este festejo será de 21,200 millones de dólares (aunque no lo crean, oigo a la pobre Anna echar pataletas en su ataúd).
¿No les parece como de locos? Y lo peor de todo es que, para acabarla, Anna nunca pudo ser partícipe de su invento. No se casó y no tuvo hijos.
No estoy en contra de que se celebre este día. Es más, lo disfruto porque muchos de mis amigos me felicitan más hoy que en mi cumpleaños. Se les olvida cuándo nací pero no que tengo hijos.
Sin embargo, me resisto a pensar que el amor que me tienen mis seres queridos vale algo así como 172 dólares.
En su lugar, prefiero los abrazos y los besos de mis hijos y de Max. Y no tengo que esperar una fecha para recibirlos o darlos. Esos abundan todos los días y a todas horas (y no es presunción).
También acepto una carnita asada y unas cervecitas con mis hermanas y con otras mamás y papás que se quieran unir al festejo. Esa convivencia, las risas y una que otra confesión inesperada son la mejor manera de honrar la memoria -aunque sea desquiciada- de la infame Anna Jarvis.
¡Con todo y todo, feliz día, mamás del mundo!