Recuerdo que cuando era pequeña, y me daban ganas de ir al baño a medianoche, mi mamá me decía con voz de ultratumba: “Haz en la bacinilla, está debajo de la cama”. Entonces sacaba el recipiente de peltre blanco con orilla azul, hacía lo que tenía que hacer y me volvía a dormir. A la mañana siguiente, mi madre se encargaba de llevar el desecho al escusado.
En una ocasión, reflexionando sobre esa poco higiénica costumbre, pregunté a alguien sobre la historia de las bacinillas, o bacinicas, como también se las conoce. Según esta persona, en tiempos remotos, cuando las casas no contaban con baños, sino con letrinas -estas ubicadas en la parte más lejana de la casa, por obvias razones-, la gente hacía sus necesidades en recipientes portátiles, sobre todo cuando la lluvia no permitía atravesar los grandes patios o la oscuridad de la noche impedía llegar a tiempo al lugar.
La bacinilla de mi casa, recuerdo, había sido tan usada por todos mis hermanos mayores, que tenía despostilles por todas partes. Pero su uso era infalible (encontré esta foto de una similar en la web).
Ahora que estoy enseñando a mi hijo Víctor, de dos años, a ir al baño, cómo me gustaría tener a la mano una bacinilla como la que yo tuve. No sé si todavía las fabriquen en México, pero me hubiera gustado contarle la historia de ese objeto, su origen. Quizá para él, que crecerá en un país del primer mundo, será imposible imaginar que existieron -y existen- casas sin baño.
Sin embargo, tengo que reconocer que los nuevos inventos que reemplazaron a las bacinillas tienen su gracia, y además son efectivos.
Las primeras semanas que mi hijo comenzó a ir al baño fueron caóticas. Tenía “accidentes” -como le llaman en la guardería a orinarse o defecar en la ropa- a cada momento. De repente, el número de accidentes comenzó a bajar en la escuela, pero no en casa. Lo tenía que cambiar de ropa hasta tres veces al día. Lo llevaba al baño, me decía que no tenía ganas de orinar, y tan pronto lo sacaba de ahí hacía su gracia.
Intenté de todo: sobornos, echar Cheerios a la taza del baño para que él jugara a mojarlos con la orina, promesas de regalos y premios… Nada funcionó, hasta que le compré la bacinilla moderna, nada sofisticado (algunas traen musiquita, colores fluorescentes, destellos de luz, tanque de agua). Pensé, “¿Para qué compro algo caro? Si no lo quiere usar igual rechazará algo barato que algo costoso”.
De un momento a otro, cuando menos lo pensé -y cuando mi paciencia llegaba a su límite- Víctor se sentó en el pequeño bañito y orinó. Lo celebré como si se tratara de una graduación (para mí lo fue). Lo abracé, lo besé y le di un premio, una calcomanía de Curious George, su personaje favorito.
Ahora las cosas caminan mejor. Y aunque aún nos falta mucho por recorrer (el tema de la popó es asunto aparte), siento que hemos dado un gran paso. Por lo pronto, ya no gasto tanto en pañales.
Para mi próximo viaje a México, llevaré la encomienda de buscar una bacinilla como la que yo usé cuando era chica. Víctor ya habrá pasado esa etapa, pero Jorge Mario, el bebé que espero para julio, sí podrá usarla. De eso me encargo yo.
angel dice
Busca en eBay se llama chamber por vale 10 dolares
Victoria Infante dice
Buena idea, Ángel. Voy a buscar con ese nombre.