Para mí, Lila Downs es como el buen tequila: se debe disfrutar solita.
Ya perdí la cuenta de las veces que he visto actuar a la cantante mexicoamericana. Quizá han sido ocho, quizá diez. La conozco desde antes de que fuera la gran luminaria que es ahora. La entrevisté hace más de 15 años en un pequeño restaurante del oeste de Los Ángeles. Recuerdo pocos detalles de ese encuentro, tan solo que era una chica tímida, y que nos reímos cuando me dijo que le costó lanzar su carrera porque consideraba que ya era bastante mayor para esos menesteres. Ella tendría unos 25 o 26 años.
La he visto en teatros donde caben tan solo unas 200 personas y la he visto en escenarios enormes, actuando frente a audiencias de miles y miles de espectadores. Puedo decir que me mantengo al tanto de su vida y de su carrera, y excepto “Balas y chocolate”, su último CD, poseo todos sus discos –hasta unos rarísimos y poco conocidos en los que la artista coquetea con el rap y el hip-hop–.
Puedo decir que lo que más admiro de Lila Downs, además de su portentosa voz, es su capacidad de sorprender a su público en cada presentación. La Lila que viste hace uno o dos años nunca es la misma que ves en su más reciente concierto.
Sin embargo, en sus shows siempre el común denominador es esa enorme estrella que se carga Lila; es su sonrisa, su luz, su manera tan fresca y natural de conducirse cuando está sobre las tablas. Y su excelente banda, siempre liderada por su esposo, Paul Cohen, es la simbiosis perfecta.
Por eso el segundo show que ofreció Lila Downs el sábado en el renovado John Anson Ford Amphitheatre –el primero fue el viernes–, fue desconcertante, al menos para mí, y ahora explico por qué.
Cuando supe que Lila vendría a Los Ángeles, y que actuaría en el remozado Ford, un teatro al que solo le caben 1,200 personas, mi primer impulso fue asistir para reseñar el show. En el programa estaba incluida la compañía de ballet folklórico angelina, Grandeza Mexicana, así que pensé que, como sucede con los espectáculos en los que participan dos artistas, los bailarines serían los teloneros de Lila.
Pero las cosas fueron distintas en esta ocasión. Lila y el ballet ofrecieron un show juntos, y por lo que leí, por petición de la cantante, quien el año pasado contó con una breve colaboración por parte del grupo de baile en una presentación en Los Ángeles.
En esa ocasión, José Vences, director del ballet, le expresó a Lila su sueño de presentarse juntos en el Ford algún día, y fue así como comenzó el proceso. Así que nada de teloneros; Grandeza Mexicana, para regocijo de muchos –no mío– participó en la mayoría de las canciones de la artista.
Digo que no fue para regocijo mío porque no todas las intervenciones del ballet fueron de lo más acertadas. Si bien esta compañía está compuesta por excelentes bailarines, las coreografías no siempre fueron lo más acertado para los temas de Lila, cuyo repertorio estuvo formado mayormente por canciones de “Balas y chocolate”.
Como bien escribió el locutor Betto Arcos en su muro de Facebook –el primero en traer a Lila a esta ciudad–, las canciones de este CD de la intérprete abordan la realidad del México de hoy, una realidad plagada de violencia y muerte.
Y si bien las coreografías ofrecieron una lectura distinta de las canciones, en ocasiones cayeron en lo absurdo si no es que en la cursilería. En uno de los temas, Lila estuvo acompañada de un grupo de cuatro bailarinas que traían puestas unas voluminosas pelucas con melenas que les llegaban hasta la cintura y vestidas con trajes tipo Aladino y la lámpara maravillosa.
En otra canción, en la que se mencionaba a los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl, una pareja de bailarines vestidos con trajes aztecas emuló la leyenda del idilio entre estos colosos que se remonta a la época prehispánica.
Otras intervenciones del ballet eran simplemente inexplicables, como la aparición de varias parejas vestidas con trajes de flamenco en un tema que no tenía nada que ver la cultura española, o el frenético baile de un hombre que traía puesta una monumental máscara de lo que parecía un dios azteca.
La colaboración, aunque sin duda fue un gesto generoso de Lila, fue excesiva si se toma en cuenta que el escenario del Ford es pequeño y la compañía de baile es bastante grande; tiene más de 50 miembros.
Si bien hubo números que se disfrutaron, lo cierto es que la música de la intérprete se basta por sí sola. Para cantar “Una cruz de madera”, “Humito de copal”, “Paloma negra” y “Vámonos”, Lila no necesita de grandes artilugios.
Por eso, para la próxima, sírvanme a Lila solita por favor.