Eso de la depresión postparto es cosa nueva, me han dicho varias mujeres de la generación de mi mamá. “En mis tiempos eso no existía”.
Recuerdo que uno de los casos más dramáticos y extremos que se hayan oído en la historia reciente lo protagonizó Andrea Yates, una mujer de Texas que en 2001 ahogó a sus cinco hijos pequeños -uno por uno- en una bañera.
En esa ocasión todo mundo se apresuró a condenarla, incluso yo. Sin embargo, con el paso del tiempo ha quedado al descubierto que lo que Yates sufría era una severa forma de depresión posparto, lo que le impidió darse cuenta de que no estaba actuando con plena conciencia.
En noviembre de 2012, cuando me di cuenta de que estaba embarazada, brinqué de alegría. Mi compañero Max y yo anhelábamos tener un hijo juntos. Sería mi segundo hijo y el primero para él.
Las primeras semanas transcurrieron con tranquilidad. De repente, una madrugada, desperté sobresaltada. “Estoy embarazada, y tengo 44 años”, pensé. Entonces comencé a repasar una a una las palabras que mi médico de cabecera me dijo cuando le dije que quería ser madre de nuevo. “¿Por qué quieres embarazarte otra vez”, recuerdo que me dijo. “A tu edad hay muchos riesgos; tu cuerpo ya no es el mismo que cuando tenías 20 o 30 años; puedes tener un hijo con algún defecto; tu ADN se va deteriorando con el tiempo, por eso te salen canas, por eso tu vista ya no es la misma, por eso salen las arrugas…”.
Desde ese momento ya no pude conciliar el sueño, y tampoco los días posteriores. “¿Y si mi hijo viene mal? ¿Y si pierdo al bebé antes de que nazca?”, pensaba sin cesar. Pero sobre todo, comencé a tener pensamientos fatalistas. “¿Y si muero quién va a cuidar a Víctor?”, me preguntaba sobre mi hijo de dos años, cuyo padre, Jesse, había muerto de cáncer cuando el niño tenía 14 meses de edad.
Me sentía culpable de haber tomado la decisión de embarazarme a pesar de las advertencias, pero sobre todo pensaba constantemente en la muerte. Pasé muy mal las fiestas de navidad, y como no quería angustiar a mi familia, solo Max sabía lo que me estaba sucediendo. Él tuvo que aguantar la peor parte: mi indiferencia, mal humor, reclamos y depresión.
No tenía idea de cuánto duraría ese sentimiento; lo que sabía es que era más fuerte que yo. Por lo menos tendría que esperar hasta que cumpliera 13 semanas, que es cuando podría hacerme un examen para determinar si el producto tenía algún problema genético. Pero luego me asaltó otra duda: ¿qué haría si el bebé tuviera algún defecto congénito?
Pasaron varias semanas hasta que un día, como por arte de magia, desperté más tranquila. Tenía que poner todo de mi parte y esperar con paciencia hasta que me hiciera los estudios. Solo entonces sabría qué medidas tomar, no antes. No fue fácil, pero sabía que tampoco quería seguir sumida en ese pequeño infierno.
Cuando llegó el momento, me hice los análisis y todo salió bien. Después de que la enfermera me diera toda la información sobre la salud de mi bebé respiré hondo; sentí que me quitaron una losa de encima. Entonces hice la pregunta que menos me preocupaba: el sexo del bebé. “Es un niño”, me dijo la mujer. Yo ansiaba que fuera niña, pero cuando escuché que era otro varoncito, y que estaba sano, todo lo demás fue como un regalo adicional.